martes, 7 de septiembre de 2010

Elena y Ezequiel


Elena no tenía miedo a nada. Dormir a oscuras por la noche mientras oía el viento a través de la ventana de su cuarto jugueteando con las hojas que había arrancado a los árboles de aquel lúgubre otoño no le suponía ningún problema. Apoyada por sus más que numerosos amigos, las cosas se veían demasiado sencillas. ¡Qué más dará lo que pase mañana! Su carácter desenfadado y su indiferencia hacia los problemas la convertían en invencible, o eso creía ella...

Ezequiel, su hermano, era un mundo opuesto. Quizás por su edad, algo más joven que ella, o por su carácter de apariencia frágil parecía no estar preparado para soportar el peso de los días. Afrontaba cada día como un reto: eran 24 horas de constante tensión. Para colmo, le sobraban dedos en una sola mano para contar a sus amigos, aunque conocía a muchísima gente. Cualquier imprevisto en camino parecía acabar con él y de nada le servían la multitud de virtudes que poseía. Ni la lealtad hacia los suyos ni la solidaridad eran armas suficientemente potentes. O eso creía él...

Uno de esos melancólicos días de otoño llegó la noticia: se tenían que trasladar a otra ciudad. Su padre había decidido vender la antigua casa familiar para comprar una aún mayor, pero en aquel barrio hiperpoblado no había sitio para ellos. Un jarro de agua fría cayó sobre Elena y Ezequiel. Nada les apetecía menos que renunciar a su ciudad, a su ambiente y a su rutina. ¿Qué pasaría ahora con sus amigos? ¿A qué colegio les tocaría ir?

Elena, por primera vez, sintió miedo. Los pilares de su mundo se tambaleaban y experimentó esa sensación de incertidumbre que hasta ahora desconocía. Conoció la tristeza en la más amarga de sus versiones. Era inaudito, pero la situación escapaba a su control y no le resultaba indiferente.

Ezequiel, acostumbrado a la extrema aspereza de la vida, pensó que la fatalidad se había cebado con él. No tenía elección, pero la sensación de vacío que sentía en el pecho no decía lo mismo. “¿Y si existiera la posibilidad de...?” “¿Por qué no hacer...?” No, todas aquellas ideas eran absurdas... Pero seguía pensando. Pensaba en algo irremediable, la decisión ya estaba tomada. Fue entonces cuando la pena le ahogó mientras su mente se resistía al cambio. Sus recuerdos se mezclaban con su visión del futuro más cercano y se le antojaban completamente incompatibles.

Ambos quedaron con sus amigos pocos días antes de irse. Mientras Elena les contaba la fatal noticia con un claro gesto de enfado en su cara, Ezequiel le quiso ver la parte positiva aquel día. Su nuevo hogar sería más grande, no estaba demasiado lejos de su antigua casa y sus amigos, sus pocos amigos, seguirían siéndolo. Así que afrontó la conversación con entereza, y con una media sonrisa esbozada en su cara les contó que debía de partir.

Al tiempo de haber cambiado de domicilio, Elena estaba hundida. Sus amigos no le habían respondido a ninguna de sus llamadas. Le mostraron la misma indiferencia con la que ella arremetía contra la vida. No calculó las consecuencias de sus pasos por el calendario. Ahora tenía que replantearse su existencia y corregir sus errores. Pero su valor era sólo ficción: sin energía para cambiarse a sí misma creía más sencillo cambiar el mundo que la rodeaba.

Ezequiel, sin embargo, aprendió otra gran lección. Se dio cuenta de que su percepción de la situación no fue la más acertada. Sus amigos no sólo contestaban a sus llamadas, sino que descubrió que eran mejores amigos de lo que él imaginaba. Descubrió facetas ocultas en ellos y le parecieron aún más interesantes. Entendió que el cambio suponía un nuevo reto, no era una tragedia. Además, no sólo sus pocos amigos estuvieron a su lado, sino que todos aquellos a quienes conocía le apoyaron, e hizo nuevas amistades en su nueva ciudad. ¡Se podía haber ahorrado el mal trago! Al fin y al cabo, recogió lo que había sembrado tiempo atrás. Ahora apenas podía creer en la felicidad que sentía...

1 comentario:

  1. Pues si! Se podía haber ahorrado el mal trago!

    Supongo que los cambios asustan bastante...y alteran hasta al más confiado. Por suerte, otros ven la luz que nos rodea y siempre están ahí para recordárnoslo. ¡Brilla!

    Buenas noches.

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